A esa guerra cruenta y desequilibrada que en Ibiza se dirime entre el pasado y el presente, apenas le queda un puñado de batallas. Una de ellas se libra, desde tiempos inmemoriales, en el puerto de la ciudad. Lo que hoy son andenes y muelles en tierra hurtada al mar, antaño fueron playa y astillero que, desde el medievo musulmán, se apostaba más allá de la iglesia de Sant Elm.
A la contemporaneidad del pasado reciente, sin embargo, hay que agradecer un enclave privilegiado; somera e imprescindible atalaya desde la que observar el desarrollo de la contienda que la ciudad libra consigo misma: el dique de abrigo del puerto, al final de los andenes, que en Ibiza todo el mundo conoce como “el muro”.
Este apéndice perpendicular a la plazoleta de Sa Torre, vértice a su vez de Sa Penya, fue proyectado por el ingeniero Emili Pou como parte de la reforma general del puerto, en 1863. Su trazado incluía este grueso lienzo vertical, pantalla de tempestades, coronado por un paseo horizontal que parece inspirado en los adarves que engarzan los baluartes de la muralla, aunque a menor escala. Fue el mismo perito que concibió los faros de es Botafoc, sa Conillera, la Mola, sa Punta Grossa o s’Illa des Porcs, entre otros, además de la carretera a Sant Antoni.
En el extremo que se adentra en la bahía, allá donde casi debería arrancar cualquier ruta por la Ibiza sentimental, se aposta el faro del puerto, baliza en realidad, de base cana y cúpula encarnada. Parpadea con fulgor rojo desde el crepúsculo hasta el alba. Al muro lo mismo se llega por los muelles que atravesando el Carrer de la Mare de Déu y descendiendo por la escalinata junto al antiguo edificio de Sanidad Exterior, que también fue cofradía de pescadores.
Una vez el caminante se encarama a él, con la única misión de otear el horizonte hacia adentro, desde cualquier parada de la bancada continua que culmina el dique, resulta sencillo rememorar algunos episodios legendarios de la historia pitiusa. Como los honderos fenicios que hostigaban al enemigo con balas de plomo o los corsarios pitiusos que, comandados por Antoni Riquer, asediaron con frascas de fuego a las huestes del pirata gibraltareño Novelli.
Hoy, a los pies de la escollera, hibernan en invierno goletas de otra época; las mismas que en verano pasean a los turistas acaudalados. Un involuntario homenaje a la épica marinera, que contribuye a la atmósfera atemporal que se respira desde el pasaje del muro, con la fortaleza renacentista como presencia omnipotente.
Ahora que un velo de incertidumbre se proyecta sobre el puerto, cuando bullen mil y una dudas sobre su destino y una niebla de intereses constriñe la esperanza de que el muro siga siendo el muro, me vienen a la memoria los versos del tiempo de Marià Villangómez, contenidos en sus ‘Elegías y paisajes’. Parecen concebidos para ser rumiados desde este escenario:
“Si no pots tornar enrera, Temps, atura’t; deixa’m veure en paisatge el meu amor –com l’emigrant la vila que abandona abans de girar el puig que l’engoleix–; atura’t, que cada hora amb tu passada una mica més lluny em posa d’ella”. (Si no puedes volver atrás, Tiempo, detente; déjame ver en paisaje mi amor –como el emigrante la villa que abandona antes de rodear el monte que la engulle–; detente, que cada hora contigo pasada algo más lejos me pone de ella).
Artículo publicado en El Dominical de Diario de Ibiza. Es parte de mi ‘Imaginario de Ibiza’