En el mapa invisible de las conexiones sentimentales de Ibiza, Argelia ocupa un lugar preponderante. La Historia imparte lecciones magistrales y una de las fundamentales versa sobre la mutabilidad de los flujos migratorios. Hoy desembarcan en la isla gentes procedentes de los más recónditos enclaves del planeta, atraídas por promesas de diversión o de trabajo. Sin embargo, para los pitiusos de principios y mediados del siglo XX, El Dorado no se encontraba bajo sus pies, sino en desérticas provincias norteafricanas colonizadas por los franceses.
Cuántos ibicencos empeñaron la vida surcando el imprevisible Mediterráneo, con modestos llaüts a vela, para contrabandear. Y aún fueron muchos más los que, ante el imperativo de la necesidad, renunciaron a sus raíces y acabaron estableciéndose en Kouba, Pedrera o cualquier otra barriada de la capital argelina donde se hablara español. Junto a pitiusos y mallorquines, murcianos, almerienses o alicantinos. Servían de jornaleros y criados, recolectaban esparto e incluso fabricaban sitges (carboneras), en las que sustituían las ramas de pino por troncos de palmito. Los hubo que incluso se nacionalizaron galos y, al estallar la Guerra de Independencia de Argelia, en los cincuenta, se establecieron en Francia.
Algunos, sin embargo, regresaron arrastrados por la nostalgia, la familia o el miedo. Uno de ellos, hoy entre los más ilustres, fue Vicent Serra, vecino de Sant Josep, que huyó de la guerra y los malos augurios que alcanzaron la costa argelina tras el estallido de la contienda europea de 1914. Serra puso su vida en manos de la divina providencia y, a cambio, ofreció una promesa titánica: erigir una capilla en lo alto de un monte aislado de su propiedad, en el corazón de Benimussa, cuando lograra retornar sano y salvo a su amada isla.
Lo consiguió y, pese a que ya era un anciano, se puso manos a la obra. Él sólo fue capaz de trasladar a tan recóndito y abrupto lugar los materiales necesarios e inició la construcción, que concluyó en 1919, tal y como reza la fecha tallada bajo el umbral, en un escalón de piedra viva. El resultado, un pequeño templo encalado con cubierta de teja a dos aguas, una franja en la base –hoy color almagre–, y sus iniciales, “V” y “S”, una a cada lado del arco de entrada.
La capilla prácticamente consumió todas sus fuerzas, aunque aún tuvo tiempo de modelar un cristo de cerámica que hoy preside el altar. Lo instaló el 23 de abril de aquel 1919. Su obra fue bendecida un mes después, el 29 de mayo, ya en su ausencia. El corazón se le había apagado cinco días antes, a la edad de 74 años. Le faltó tallar el Vía Crucis que tenía previsto en las rocas aledañas. Hoy, como todos los domingos anteriores al 19 de marzo, la fiesta del pueblo, los josepins ascienden a pie a es Puig d’en Serra para rendirle homenaje y recordar su canción:
“En so dia nou de març
l’any quaranta-set vaig néixer;
es meu nom don a conéixer
per més satisfacció:
Jo som en Vicent d’en Serra
Natural d’aquest quartó.
Me’n vaig anar a una terra
fora de sa nació.
Torní per mor de sa guerra
perquè tenia temor.
Complida està sa promesa
que va fer un servidor,
damunt aquesta muntanya
vaig possar s’intenció
d’emplear sa meua manya
per deixar un record bo.
Tothom desitja i reclama
sa seua protecció,
sempre siga conservada
sa santa religió”.
Artículo publicado en El Dominical de Diario de Ibiza. Es parte de mi ‘Imaginario de Ibiza’