“Mientras permaneces en esta tierra te sientes en el centro del mundo, te parece que nunca cambia nada. Luego te vas, un año, dos, y cuando vuelves todo ha cambiado. Se rompe el hilo conductor. No encuentras a quien querías encontrar, tus cosas ya no están. Has de ausentarte mucho tiempo, muchos años, para encontrar, a tu vuelta, a tu gente; la tierra donde naciste”.
Se lo advertía Alfredo al joven Totó en ‘Cinema Paradiso’ (Giuseppe Tornatore, 1988). El viejo proyeccionista disertaba sobre Sicilia y el pueblo ficticio deGiancaldo –Palazzo Adriano, en la geografía real–, pero bien podría ser la compungida despedida del abuelo ibicenco al nieto que emigra. Tal vez aquellos que vamos y venimos, con más o menos frecuencia, o quienes permanecen estáticos en la isla, aferrados a la inmutabilidad de su microcosmos, podamos volver a reconocernos en nuestra tierra al alcanzar el crepúsculo de la vida. Mientras tanto, nos conformamos con andar y desandar esos senderos recónditos, de paisaje inalterado, que nos devuelven a la Ibiza idealizada de la infancia. Es como si, al hacerlo, atravesáramos el túnel del tiempo.
Una de esas sendas catárticas aguarda camuflada en una curva de la maltrecha carretera que desciende hacia los precipicios de la costa de Sant Miquel, desde la urbanización Isla Blanca. De ahí parte una vereda de tierra, estrecha pero bien trabajada, incluso recortada a golpe de azada, que las gentes de es Amunts, nuestros vikingos del Norte, descienden en moto con pericia y cierto riesgo, por donde antaño transitaban mulas y burros. Su destino, uno de los rincones más escondidos y anónimos de la isla: es Portitxol.
La vereda, que serpentea cuesta abajo durante treinta minutos, a ritmo tranquilo, ya constituye un espectáculo. Sobrevuela un acantilado vertiginoso que deambula con la Punta de s’Àguila a la espalda y la mole del Cap des Rubió de frente. Abajo, a enorme distancia, la tríada de islotes que adorna la ruta si se hace por mar: s’Illot Gros, s’Illot Mitjà y s’Illot Petit. Tradición toponímica sin alardes imaginativos. Ni falta que hace, pues el soberbio paisaje, aquí sin huella ni mácula humana, no requiere de más aderezo.
Superado el ecuador del recorrido, una vez el sendero se adentra en el bosque, una ‘païssa’ derruida anticipa la proximidad de es Portixol. Luego el paisaje se abre hacia la cala y exhibe la panorámica limpia de uno de los más resguardados puertos naturales de Ibiza. Ancha bahía de fondos rocosos y cristalinos, con un estrecho paso que conecta con el Mediterráneo, entre el coloso Cap des Rubió, que llega a alcanzar los 300 metros de altitud, y la más modesta Punta de sa Galera.
Alrededor de la orilla, dos docenas de casetas varadero, arremolinadas en los extremos e interrumpidas por la desembocadura del torrente de sa Marina d’en Basora. Antaño, cuando Ibiza era mísera, se cultivaba en esta lejanía la tierra de las laderas, se fabricaba carbón y se criaban cabras, que correteaban libres por los riscos. Y aún hoy, si el caminante está de suerte, hallará ristras de lomos de jurel en improvisados secaderos, frente a los refugios de los pescadores. Infunden la ilusión de, efectivamente, haber atravesado un pórtico a otra época.
Artículo publicado en El Dominical de Diario de Ibiza. Es parte de mi ‘Imaginario de Ibiza’