En cuanto arranca la temporada, el presidente de la Asociación de Empresarios de Salas de Fiestas y Discotecas de Balears suele desplazarse a Ibiza para ofrecernos su ya tradicional diatriba corporativista. Jesús Sánchez –así se llama el personaje–, prácticamente describe a este colectivo empresarial como una congregación de inocentes y desamparadas hermanitas de la caridad, que desempeñan una labor encomiable de la que se beneficia toda la sociedad pitiusa, mientras viven acosadas por una pandilla de gángsters llamados “beach club”.
Esta tropa de malhechores se aprovecha de que Ibiza es un territorio sin ley y somete a estas pobres novicias a una sucesión de abusos, que podríamos englobar bajo el término “competencia desleal”. El discurso victimista de Sánchez provoca efectos secundarios tan variopintos como alteraciones del tracto intestinal o bruscos acelerones en la presión arterial. A mí me ocurre cada año, en cuanto abro el periódico y leo sus lamentos de plañidera.
A cuatro días de las elecciones, Sánchez –que dice hablar en nombre cuarenta salas de fiestas de Balears y prácticamente todas las de Ibiza según su web– , le leyó la cartilla a las autoridades pitiusas; especialmente al Consell y a los ayuntamientos de Sant Josep y Sant Antoni. Su argumento: no ponen suficientes inspectores que denuncien a esta plaga de beach club, que se saltan a la torera los horarios de cierre y toda clase de normativas, afectando gravemente el negocio de las discotecas. Y todo ello, pese al impagable beneficio que la actividad de las salas de fiestas genera para nuestra economía, toda vez que su mera existencia atrae a buena parte de los turistas que nos visitan y alimentan.
No seré yo quien quite razones respecto al descontrol de los beach club, muchos de los cuáles actúan como discotecas noche y día, con total impunidad –a ver cómo lo afrontan los nuevos gobernantes–. Que las autoridades competentes hagan su trabajo, que no es otro que garantizar el cumplimiento de la ley. Si es menester, pongamos en marcha una cuadrilla de inspectores insobornables a lo Eliot Ness, que levanten actas a diestro y siniestro, de playa en playa.
Propongo que los días pares le den caña a los beach club y, de paso, a los hoteles-discoteca, también azuzados por Sánchez, aunque de forma sucinta. Es comprensible, si nos atenemos al dilema de que alguno de sus asociados ha diversificado el negocio y ahora también se dedica al bussiness hotelero-fiestero, pasándose la legislación vigente por el arco del triunfo con regularidad.
Eso sí, que los días impares, esos mismos funcionarios de la noche se dediquen a denunciar el incumplimiento sistemático de los aforos de las discotecas y los horarios de cierre, montar redadas que frenen el tráfico y consumo de drogas en los establecimientos, desgranar con Hacienda contabilidades opacas, desentrañar la maraña de intereses, compadreos y pluriempleos con las fuerzas de seguridad, controlar a la prole de borrachos que conducen de discoteca en discoteca, impedir la venta de camisetas clubber con efigies de Blancanieves esnifando rayas, etcétera.
Lo que sí resulta tremendamente cansino del argumentario de Sánchez y sus asociados es la trascendencia omnipotente de la actividad de las discotecas en la economía pitiusa. Tal y como nos lo venden, sin su intervención divina los ibicencos seguiríamos recolectando almendras y algarrobas en los campos.
Si las discotecas cerraran de la noche a la mañana, obviamente se produciría una reducción drástica de turistas, hasta lograr atraer a nuevos segmentos de público. Pero, por un momento, hagamos el ejercicio de imaginar cómo habría evolucionado una Ibiza sin discotecas o cuya presencia fuera irrelevante.
Ibiza ya era un paraíso mucho antes del fenómeno clubber y objeto de deseo vacacional. Habría seguido creciendo como cualquier destino de características similares. Sobre todo habríamos dependido de nuestras playas –lo que nos obligaría a cuidarlas mucho mejor–, el patrimonio y el paisaje. Para ser más competitivos, nos habríamos dedicado en serio y mucho antes a potenciar el patrimonio, la gastronomía, los productos artesanos, la idiosincrasia, la arquitectura…
Los residentes descansaríamos por las noches, sin el follón de las discotecas, las fiestas ilegales que les hacen la competencia y este interminable ir y venir a todas horas. No lidiaríamos con trastornados que se arrojan por los balcones o marabuntas de borrachos por las calles, ni veríamos las urgencias colapsadas a causa de las drogas. Seríamos un entorno turístico perfectamente funcional, como tantos otros del mundo.
No se trata de demonizar las discotecas, pero tampoco conviene dejar que nos tomen el pelo sin rechistar. Que Sánchez y sus asociados sigan ejerciendo de lobby en la sombra y engatusando a políticos para que les aprueben las normativas que más les convienen. Las arengas públicas –y sus efectos secundarios¬–, sin embargo, mejor nos las evitan. Al menos hasta el día en que les veamos predicar con el ejemplo.
Artículo publicado en las páginas de Opinión de Diario de Ibiza