A escala internacional, resulta fácil ponerle rostro al narcotráfico. En febrero pasado, por ejemplo, la DEA y la policía mexicana dieron caza a Joaquín ‘El Chapo’ Guzmán, líder del cartel de Sinaloa. Había amasado una fortuna de 1.000 millones de dólares, la mayor vinculada al contrabando de drogas, y la revista Forbes le situaba entre los hombres más poderosos del mundo. Y quién puede olvidar al más famoso de todos los narcos, el colombiano Pablo Escobar, o a los clanes españoles con mayor repercusión mediática, como los gallegos Oubiña, Charlín y Miñanco, o el de ‘La Paca’, en Mallorca.
Cada temporada, en Ibiza desembarcan y pasan de mano cantidades industriales de éxtasis, cocaína y otras sustancias ilegales. Algunas de ellas incluso son experimentales e irrumpen en el mercado pitiuso con exclusividad, para luego exportarse a otras latitudes. Desconocemos cifras exactas, pero sabemos que la droga que en verano circula por Ibiza no se mide en kilos sino en toneladas. Llevamos prácticamente medio siglo conviviendo con el narcotráfico y, proporcionalmente, somos uno de los destinos de mayor consumo en el mundo. Sin embargo, aquí seguimos sin poner cara a nuestros grandes traficantes de drogas.
Cada semana, la Policía Nacional, los municipales o la Guardia Civil despliegan algún alijo sobre una mesa de la comisaría, para que los reporteros puedan fotografiar el resultado de sus pesquisas. En las operaciones importantes aparece algún kilo de cocaína, varias bolsas de pastillas, un montículo de bolas de hachís y varios fajos de billetes. Lo habitual, sin embargo, es que las cantidades decomisadas sean ínfimas. De lustro en lustro, se produce una operación importante que permite retirar del ‘mercado’ varios cientos de kilos. La relación entre las toneladas que se mueven por la isla y los gramos o kilogramos que se interceptan, parece infinitesimal. Tal vez las fuerzas y cuerpos de seguridad carecen de medios para lograr mejores resultados –se dice, por ejemplo, que la Guardia Civil dispone de una sola lancha para vigilar toda la costa–, pero la sensación es que en las Pitiüses a nadie le interesa averiguar qué o quién se esconde tras la droga.
Los detenidos a menudo son extranjeros y acuden a Ibiza atraídos por la extraordinaria demanda que genera nuestro mercado turístico: británicos despistados que se olvidan la droga en la habitación del hotel, senegaleses que menudean por el West End, solitarios que cultivan plantaciones de marihuana en el campo… Muy de vez en cuando se atrapa a residentes y, de ser así, ocupan puestos insignificantes en el escalafón. Aquellos que mueven los hilos y que se benefician de las grandes cifras del narcotráfico, siguen apostados en sus anónimos tronos. Con toda probabilidad, compaginan esta actividad con otros negocios legales que les sirven de tapadera y les permiten disimular el origen nauseabundo de unas fortunas amasadas a velocidad de vértigo.
Todos los años contemplamos desde la barrera los trágicos efectos de las drogas: servicios de urgencias colapsados por gente enloquecida, fracaso escolar en los institutos a causa del consumo, muertes por sobredosis, turistas psicóticos que se arrojan desde los balcones o pierden un brazo en la carretera… Nada genera una corriente mayor de negatividad informativa en torno a Ibiza que su condición de capital mediterránea de las drogas.
Pese a todo, nadie con poder de decisión se ha mostrado jamás interesado en combatir este inframundo. Ningún gobernante pitiuso ha golpeado la mesa con el puño y ha enarbolado la bandera de la lucha contra el narcotráfico. Nadie ha empujado a las fuerzas de seguridad, a los jueces y a la sociedad en su conjunto a una cruzada parecida a la que hemos contemplado en otros lugares. Todos nos lamentamos por los efectos que la droga causa en la isla y la mala prensa que genera, pero nadie mueve un dedo, por no decir algo peor.
Imaginemos, por un instante, que Ibiza se quedara sin estupefacientes. ¿Cuántas decenas de miles de turistas, incluso cientos de miles, dejarían de venir cada temporada? ¿Cuántos negocios se irían a pique? No sólo discotecas, bares y beach club. También hoteles, restaurantes, comercios… Ibiza, sin éxtasis ni cocaína, se transformaría en un destino del montón, abocado a captar otro segmento de público: ese que cada vez nos presta menos atención. No nos engañemos. “La isla de la fiesta” no es más que un eufemismo de “la isla de las drogas”. Nos hemos acostumbrado a convivir con esta doble moral y a mirar para otro lado. Nadie quiere poner palos en las ruedas de la maquinaria que nos da de comer. Nos hemos vuelto indiferentes. Qué realidad tan triste.
Artículo publicado en Diario de Ibiza