Uno de los mayores milagros de la naturaleza humana lo conforma el mecanismo que interconecta nuestras neuronas. Cómo las experiencias y recuerdos acaban tejiendo una maraña aleatoria e interminable de coincidencias, paralelismos y emociones radicalmente personales, que casi nunca se repiten en otros individuos aunque posean la misma información de partida.

Siempre que voy a la playa de es Codolar en los días cálidos del verano, por ejemplo, me zambullo bajo el mar para apagar el estruendo del avión que en ese momento despega o aterriza, prácticamente sobre mi cabeza. Durante esos instantes de serenidad amniótica, inexorablemente me viene a la memoria la primera novela que leí en catalán en la escuela: ‘Mecanoscrit del segon origen’ (Manuel de Pedrolo, 1974). Una historia apocalíptica en la que el planeta sufría un cataclismo de origen extraterrestre que, en un instante, borraba la raza humana de la faz de la tierra. Únicamente sobrevivían unos pocos desdichados que, durante el Armagedón, se encontraban, por la razón que fuera, sumergidos bajo el agua.

Aguanto la respiración el tiempo suficiente para que la distancia amortigüe el ruido de los motores y asciendo a la superficie, con una mota de inquietud por si el mundo seguirá tal y como estaba medio minuto antes. Resulta enigmático que la chispa que provoca esta interconexión neuronal sólo se encienda en es Codolar. En Platja d’en Bossa el estrépito aéreo es prácticamente el mismo, pero no provoca la necesidad de evadirse bajo el mar ni reverberan los ecos de la historia de Manuel de Pedrolo.

El esotérico tal vez achacaría estas sensaciones a un magnetismo especial que irradia es Codolar. El agnóstico, sin embargo, aludiría exclusivamente a sus particulares cualidades físicas: una orilla solitaria y pedregosa que bien podría servir como metáfora del final de los tiempos, un contraste radical entre el silencio más absoluto –tan insólito en nuestra costa–, y el periódico retumbar de los aviones, a veces tan intenso que parece a punto de resquebrajar la corteza terrestre.

Con independencia de cuál sea el germen de ese pálpito, es Codolar es, en todo caso, la playa de las paradojas. Posee la orilla más extensa de la isla –unos tres kilómetros de longitud– pero casi nunca hay nadie. Tiene un bello horizonte, especialmente en invierno, cuando enmarca el crepúsculo, pero aún más espectacular resulta el paisaje que se sitúa a su espalda. A continuación del mar y la orilla de cantos rodados aguardan los estanques de ses Salines, que en primera línea adquieren los matices verdosos de las salicornias que crecen en la ribera. Luego el agua oscila hacia los rosáceos, en cuanto la retícula de piedra se aleja hacia el templo de los salineros, al otro extremo. Es el limbo de es Codolar, una franja estrecha de tierra de nadie, que ni es playa ni es salina, donde el observador titubea si mirar hacia atrás o hacia delante.

A esta singular conjunción de elementos se suma la música de la playa. En el transcurso de esos breves paréntesis que concede el aeropuerto, es Codolar, con ligero oleaje, exhibe una sinfonía propia. Resulta tan inconfundible que si la grabásemos y reprodujésemos una década más tarde la identificaríamos al momento: el crujido de los guijarros que arrastran las olas, la efervescencia de la resaca, el aullido del viento… Si en el transcurso de esa pausa un ibicenco de hace cien años se zambullera en su orilla y emergiera en el presente, es probable que no notara la diferencia. Y eso, en la Ibiza de hoy, casi parece un milagro.

Artículo publicado en El Dominical de Diario de Ibiza. Es parte de mi ‘Imaginario de Ibiza’