Ya nos hemos aclimatado a los jet y los Ferrari, pero hasta no hace mucho los ibicencos únicamente contemplábamos escenas de despilfarro en la tele o en las revistas del corazón. Aquel suntuoso yate de Khashoggi con grifería de platino, la hacienda de Julio Iglesias en Punta Cana, las limusinas con jacuzzi que circulaban por Las Vegas…

Mientras tanto, en las Pitiüses recibíamos a la horda anual de hooligans, a las familias de clase media alemanas y a cuatro bohemios despistados, en busca de esa utopía de hippies y payeses que fueron los setenta. De vez en cuando sí aterrizaba algún millonario y hay restauradores de la isla que rememoran tiempos en que llenaban con Moët & Chandon los depósitos de uralita de los tejados para que manara champán por los grifos de los chalets. Haberlos, como las meigas, los había, pero eran excepcionales y pasaban desapercibidos.

Entonces aún no estábamos mentalizados para esquilmar sin complejos a la turba de manirrotos que hoy hacen cola para veranear en la isla. Durante décadas sólo tuvimos un hotel de cinco estrellas –el Hacienda, que está, como dicen los argentinos, donde el diablo perdió el poncho– y en los chiringuitos el top de la carta de vinos eran el Viña Sol y el Marqués de Cáceres.

Hoy ofrecemos el menú degustación más caro del mundo, restaurantes-cabaret donde las mesas literalmente se subastan, discotecas en las que se sirven botellas con más valor que un año de sueldo del camarero que las descorcha y beach club con hamacas tan costosas como la habitación de lujo donde pernoctan quienes las reservan. También hemos perdido la cuenta de los alojamientos cinco estrellas que han abierto, mientras los aviones privados se hacinan en el aeropuerto y los jeques se disputan los amarres del puerto con los oligarcas rusos.

No es sólo que la isla atraiga a una profusa troupe de megamillonarios –el supuesto turismo de calidad–; es que además batimos todos los récords de cantidad. Todo el mundo coincide que en 2015 Ibiza se salió en cuanto a cifras y beneficios, pero el pasado octubre ya rebasamos los míticos siete millones de pasajeros. ¡Un 15% más! Nuestro porcentaje de crecimiento experimenta mayor efervescencia que la inflación caribeña. Si dejamos al margen la sensación de caos y saturación que nos embargan y la disparatada presión sobre el territorio, únicamente cabe una conclusión: la isla, desde el punto de vista económico, lo está reventando.

Si alguien que nunca haya estado aquí estudiara nuestras cifras, concluiría que residir en Ibiza tiene que ser el no va más en cuanto a calidad de vida. Nada más lejos de la realidad. Hace unos días el Govern balear hizo públicas unas cifras que tristemente ejemplarizan lo que está ocurriendo. En el año récord de nuestra historia económica, las contrataciones fraudulentas detectadas por los inspectores de trabajo crecieron un 65% en Ibiza y un 76% en Formentera.

Todo ese lujo y glamour que nos rodea es ajeno a los residentes. Los sueldos y las condiciones laborales se quedaron estancados al inicio de la crisis y vienen a ser lo mismo de hace una década, cuando aún éramos un destino de clase media. Pero entonces teníamos acceso a una vivienda digna y los productos y servicios eran notablemente más económicos. En Ibiza, en relación a otros territorios del país, hasta están mal pagados los directores de hotel, que gestionan unos beneficios estratosféricos pero les escatiman hasta el último céntimo y cobran como si dirigiesen un hotel de tercera en Salou.

Mientras unos pocos se hacen de oro a costa del bienestar general, el aumento de riqueza no se redistribuye ni impulsa a la clase media. Más bien acaba en chiringuitos financieros, en paraísos fiscales o se reinvierte en otros países. Se dice que aquí no queda ni el impuesto de circulación de buena parte de los miles de vehículos de alquiler que saturan las carreteras.

Inexplicablemente, es como si Ibiza, en lugar de distanciarse del territorio en vías de desarrollo que era hace medio siglo, hubiese iniciado una involución social. Los negocios se concentran cada vez en menos manos y nuestras condiciones de vida se subordinan a sus intereses. Cuanto más riqueza mueve la isla, más tiende a convertirse en una república bananera.

Artículo publicado en las páginas de Opinión de Diario de Ibiza