“Ante él erguíase el Vedrá, peñasco aislado, mojón soberbio de trescientos metros de altura, que en su aislamiento aún parecía más enorme. A sus pies la sombra del coloso daba a las aguas un color denso y transparente a la vez. Más allá de su sombra azulada hervía el Mediterráneo con burbujeo de oro bajo la luz del sol, y las costas de Ibiza, rojas y escuetas, parecían irradiar fuego”.

Cierra la desgastada cubierta del libro. Letras áureas sobre fondo verde. Los muertos mandan, Vicente Blasco Ibáñez, 1908. Está sentada sobre la roca lisa, con los pies colgando. El viento, desde atrás, despeina su melena plateada. Alza la vista hacia el islote. Su presencia sobrecoge infinitamente más de lo que Blasco sugiere. Él no cuenta que vibra sin vibrar. Que detiene el tiempo. Que su belleza es tan intensa que te satura y te impide asimilar los detalles. Que te fuerza a volver. Cavila en el título de la novela y en la contundencia del mensaje que lleva implícito: los muertos mandan. También ella sigue su voluntad. Luego cierra los ojos, se deja envolver por la bruma de los recuerdos y revive la primera vez que contempló este paisaje, hace media vida…

Al pie de la cuesta, él le cubrió el rostro con un pañuelo y se lo ató a la nuca. “Es una sorpresa”, dijo sin darle tiempo a replicar. Luego la condujo del brazo, mientras ella se ahogaba en angustia. Dos años no eran suficientes para expulsar la toxina de la ruptura. Desde entonces, no había vuelto a confiar y ahora, por primera vez, ignoraba su voz interior. Se había dejado arrastrar a la isla por casi un desconocido y ahora aceptaba participar en un juego ridículo. Nunca soportó las sorpresas y ahí estaba, a ciegas, contra su instinto, ascendiendo en silencio bajo el estruendo de sus propios latidos.

Al fin se acabó el desnivel. Sintió la caricia del sol, respiró una brisa vigorosa de salitre y romero y escuchó el susurro de los arbustos y el zumbido de las abejas. Él le pidió que se detuviera. Le desató el pañuelo y, en cuanto la vista reaccionó al fogonazo de luz, contempló el paisaje que trastocaría su vida. Se encontraba en lo alto de un precipicio, pero no tuvo miedo. Al final del extenso barranco, una orilla rocosa de agua turquesa. Frente a ella, la cordillera abrupta que emergía del mar. Él señaló a su izquierda, hacia la vieja torre encaramada a los riscos. Ella recordó las historias que él le había contado la noche reciente en que se conocieron. Leyendas de vigías y piratas, de contrabandistas y pescadores, de sagas y cortejos, de gente curtida… La mera contemplación de aquel paisaje casi onírico, del peñón cuyo nombre había olvidado pero que sonaba a “verdad”, le hizo exudar el último gránulo de desconfianza. Y ya no quiso estar con otra persona ni habitar otra tierra…

Del acantilado del pasado retorna al abismo del presente. Deposita en el suelo el libro verde. Recoge la urna. La mece. Desenrosca la tapa. Vierte una lágrima y por fin arroja su contenido al vacío. El viento lo esparce en un instante.

Artículo publicado en El Dominical de Diario de Ibiza. Es parte de mi ‘Imaginario de Ibiza’