En Ibiza, en cuanto despunta el otoño y se convocan las closingparty, la historia siempre se repite. Vivimos nuestros particulares días de la marmota y contemplamos, impávidos tras tantos lustros de indolencia política, cómo los promotores de las grandes juergas pitiusas programan un desbocado final de temporada. Es el irónico broche a un verano en el que los incumplimientos han vuelto a ser sistemáticos. Actúan como si el dinero de los turistas del mundo se fuera a esfumar y hubiera que ordeñar la ubre ibicenca hasta la última gota, o como si dejarnos en paz unos meses les concediese el derecho a una última semana de anarquía.

Ante la habitual avalancha de descontrol, varios ayuntamientos han interpuesto denuncias. Es lo mínimo que se les puede exigir y, aun así, no siempre ocurre. Pero hagamos unos sencillos cálculos para establecer el alcance de la presión institucional. 5.000 personas por un consumo medio de 70 euros, entre entrada y consumiciones, representan una caja de 350.000 euros. En una sola noche. Sin contar las botellas de champán de miles de euros que se descorchan, los aforos máximos que se superan o la extensión de horarios, que incrementa exponencialmente el consumo y, por ende, los beneficios.

Si aplicamos estos cálculos a los cuatro meses que abren por temporada, observaremos que la caja fuerte termina acumulando un par de docenas de millones de euros. Fuentes próximas al sector incluso afirman que los hay que facturan por encima de los 50 millones.

Ahora que hemos echado mano de la calculadora, vislumbraremos con mayor nitidez la mueca de choteo que debe ilustrar el rostro de los mandamases de estos negocios, cada vez que aparece la patrulla de municipales y les entrega la copia de la denuncia. No es que decidan arriesgar un poco y, en vez de echar el cierre a las seis de la mañana, como es preceptivo, lo demoren una hora. La autoridad les impone tal respeto que a mediodía la pista de baile sigue a tope. Y cuando la música se apaga, sin el menor disimulo, trasladan la juerga a una casa alquilada, un salón de bodas u otro garito de su propiedad, incapaz de asimilar la riada de vehículos. ¿A quién le importa la falta de seguridad o que se colapsen los caminos?

A estos oligarcas de la noche, una amenaza de multa de entre 1.000 y 10.000 euros ni siquiera les hace cosquillas. De hecho, pagan con alegría porque las sanciones les salen más baratas que los honorarios de sus abogados. Para impedir estos abusos, la normativa balear contempla cierres de hasta seis meses, pero es un horizonte que nunca han atisbado las discotecas. Durante las closing del año pasado, un beach club y un hotel de Platjad’en Bossa, al igual que una disco de Ses Salines, recibieron denuncias por idénticas razones y ahí siguen, sin sobresaltos ni clausuras.

Para rizar el rizo, incluso exigen que se les permita ampliar el horario con motivo de las fiestas de apertura y cierre y, pese a su comportamiento de cuatreros, los ayuntamientos tradicionalmente se lo conceden. ¿Cómo es posible que eso ocurra? Siempre me enseñaron que las recompensas son para los chicos buenos.

En cuanto una administración trata de pasarles mayor factura, las discotecas ponen en marcha su sofisticada maquinaria jurídica. Cuentan con una legión de abogados. Algunos son de la isla y se ocupan de solicitar permisos especiales y otras bagatelas. Cuando la deriva se pone seria, desembarcan bufetes peninsulares de colmillo retorcido, con la encomienda de enterrar el asunto.

Para frenar esta tomadura de pelo, hay que tener más voluntad política y responder a la insolencia con contundencia. Se podría, por ejemplo, empezar por: 1º) Sustituir la normativa actual por otra mucho más estricta, que incremente las sanciones y permita cierres de un día para otro. 2º) No volver a conceder jamás permisos especiales a las discotecas que incumplan. 3º) No sentarse a negociar con colectivos empresariales que representen a infractores ni dar soporte institucional a los actos que organicen. 4º) Destinar medios suficientes y fijos a una vigilancia regular sobre horarios, aforos, publicidad, etcétera, de forma que al final se acumulen tantas denuncias que ni un ejército de picapleitos pueda sortear la tormenta.

Además de los graves problemas de convivencia que arrastra esta situación, cuatro jóvenes han fallecido por sobredosis de drogas este verano; incluidas dos chicas de 18 años. Los tabloides británicos elevan la cifra de víctimas a seis. Que los ayuntamientos de Sant Josep y Sant Antoni se hayan puesto a levantar denuncias, que el Consell pida un endurecimiento de las sanciones, que Vila prohíba la marabunta de ticketeros y que Sant Antoni deniegue ampliaciones de horario al más pirata, son síntomas de que algo está cambiando. Pero hace falta poner mucha más carne en el asador para que los “intocables”, como en la película sobre Eliot Ness, acaben siendo “tocables”.

Artículo publicado en las páginas de Opinión de Diario de Ibiza

@xescuprats