Hace una semana, Ibiza volvió a protagonizar un programa televisivo en horario de máxima audiencia, tras la doble pesadilla pitiusa de Alberto Chicote y el especial del equipo de investigación de La Sexta sobre los party boats. El marco fue la final del concurso de cocina ´Masterchef´ (La 1), ya que un tercio del programa se rodó, casi a modo de publirreportaje, en un establecimiento de Platja d´en Bossa que se autodefine como «el más caro del mundo».

A los ibicencos este espacio televisivo nos sirvió para hacernos una idea más aproximada de lo que se cuece, literalmente, en dicho lugar y qué magias, alquimias y sortilegios se despliegan frente a los potentados comensales, para que estos se dejen sin pestañear la friolera de 1.700 euros por barba. La tarifa resulta abracadabrante en comparación con los establecimientos más internacionales y laureados de nuestro país, donde cenar viene a salir por más o menos la décima parte. Sobre todo porque la diferencia se justifica con un escenario de cartón piedra y unos efectos especiales simplones.

El programa resulta un buen punto de partida para reflexionar sobre las consecuencias de esta fiebre de querer asociar a Ibiza una imagen de frivolidad, derroche y desvarío. Nos hemos pasado décadas criticando el perjuicio que representa para la isla que nos vinculen a la locura etílica y narcótica y ahora, cuando se realiza un esfuerzo importante en campañas y eventos para potenciar los valores de la gastronomía y los productos locales, así como la calidad de la isla como destino turístico, aparece el sector privado y se vanagloria de una Ibiza asociada al desparrame económico, que únicamente contribuye a agrandar nuestra leyenda de territorio de excesos.

Los medios casi siempre acuden en busca de la cara más polémica de Ibiza. Solo conseguimos mitigar los efectos de esta tormenta sensacionalista que nos envuelve desde hace décadas, cuando las instituciones diseñan una política de comunicación seria, con recursos y planificada en colaboración con las empresas y los distintos agentes del sector. Por eso, resulta inquietante que nos dediquemos a ofrecer semejante carnaza a la prensa, como si este desfile de millonarios impúdicos compusiera la panacea de la imagen que hay que transmitir al mundo.

Lo que se lleva ahora de Ibiza es, sobre todo, el ansia de ostentación de esos millonarios descerebrados que nos frecuentan y sus despilfarros más injustificados: masajes con botellas de champán que valen más que el sueldo del camarero que las sirve, cubiteras iluminadas por bengalas para que todo el mundo sepa a qué mesa va a parar la botella de 6.000 euros, hamacas de playa que se cobran a precio de oro, empresas que organizan opulentas orgías, el lujo extremo de determinados chalets de la costa, los megayates que vacían sentinas sobre las praderas de posidonia, etcétera.

Únicamente desvían la atención los desvaríos de los turistas menos acaudalados que se arrojan desde los balcones o la emprenden a mordiscos con alguien bajo los efectos de una supuesta droga caníbal. Parecen los mismos perros con distinto collar. Mientras este furor multimillonario va carcomiendo los auténticos valores de Ibiza, uno se pregunta qué quedará de la isla tras el festín, cuando esta moda pasajera emigre a otra parte. Allá cada cual con la forma en que dilapida sus cuartos o los negocios que proyecta para llenarse los bolsillos a cuenta de la estupidez ajena. Pero esta colección de excesos nunca debería constituir la metáfora de Ibiza. Si las escenas de drogas y borracheras acabaron ahuyentado el turismo familiar como la peste, semejante visión de despilfarro repele con idéntica intensidad al viajero de clase media. Y conviene no olvidar que, por el momento, las plazas del sector lujo constituyen una ínfima parte de la planta hotelera y residencial.

Claro que también me puedo equivocar y ocurra que esta política acabe atrayendo sine die a una horda interminable de horteras, con fajos de billetes quemándoles los bolsillos. Lo que sí parece incontestable, sea lo que sea que nos depare el futuro, es que a nuestra Ibiza, con tanto experimento y artificiosidad, nos la están desnaturalizando a marchas forzadas.

Artículo publicado en las páginas de Opinión de Diario de Ibiza