En tiempos romanos, se decía que Eivissa era una isla bendecida por el dios egipcio Bes y que su tierra fértil estaba dotada de misteriosas propiedades, capaces de repeler serpientes, escorpiones y demás criaturas ponzoñosas. El naturalista Plinio lo dejó por escrito en el siglo I. A partir de entonces, según cuenta la leyenda, nobles y centuriones exigían la importación de tierra ibicenca para rodear con ella las tiendas de campaña durante las expediciones y así ahuyentar reptiles y otros animales venenosos.

Dos mil años después, en concreto la semana pasada, un catedrático en Zoología de la Universidad de Granada hizo añicos la leyenda y constató una realidad inédita y preocupante: la mitad del campo pitiuso ha sido colonizado por las culebras o serpientes de herradura, indemnes a la supuesta toxicidad ebusitana. Suponen una grave amenaza para nuestro ecosistema y las especies que conviven en ella.

La lectura de las conclusiones del doctor Pleguezuelos –el especialista en reptiles–, me produjo un escalofrío de repulsión, debido a la fobia que siento hacia los ofidios. Pero también me dejó la desagradable sensación de que la presencia de las culebras constituye una metáfora de nuestra decadencia; de la extinción del fulgor mágico y el magnetismo que desde la antigüedad han envuelto Eivissa y han hecho de la isla un destino único en el mundo.

Al rato, mientras filosofaba sobre Eivissa con un puñado de desconocidos en este universo paralelo que es Internet, una señora lanzó una reflexión breve pero extremadamente contundente. Bajo mi punto de vista, explica por qué las serpientes se arrastran ahora entre nosotros con tanta familiaridad: “Lo mejor de Ibiza era su sencillez”, chateó en Facebook, usando tiempo pretérito. Un sociólogo no habría afinado más en el diagnóstico.

Ciertamente, hasta hace bien poco, Eivissa se caracterizaba por un estilo de vida sencillo y amable, cuyos valores esenciales eran la hospitalidad, la libertad, la convivencia inteligente con la naturaleza y un respeto dogmático por lo que era distinto a nosotros –otros lo califican de amable indiferencia, pero se traduce en lo mismo–. A la vez, acumulábamos una cultura ancestral, que exhibíamos con idéntico orgullo que nuestras playas, nuestra gastronomía o nuestro patrimonio.

A diferencia de otros destinos, aquí, además de belleza, el viajero sobre todo encontraba autenticidad. Veía al pescador amarrar el llaüt en cualquier roca y bajar con una caja de pescado que aún daba saltos. Luego, él lo paladeaba en un chiringuito regentado por un ibicenco risueño, que le servía la comida entre bromas, sin protocolos ni genuflexiones; de tú a tú. Aún quedan algunos chiringuitos así, pero están siendo sustituidos paulatinamente por beach club o sucedáneos que pertenecen a inversores extranjeros y multinacionales, atendidos por una cuadrilla de camareros que parecen salidos de un catálogo de bañadores. Allí no se sirven arroces, ni guisat de peix, ni calderetas, sino sushi y hamburguesas de Kobe; la misma oferta que el viajero degusta en los locales de moda de su patria gélida o en los beach club de Miami, Mónaco o la Barceloneta. En Eivissa cabe todo, pero debe existir un equilibrio.

El mismo proceso de globalización afecta a muchas otras cosas: la implantación de grandes superficies comerciales, los nuevos hoteles que se crean a imagen y semejanza de otros que hay en el mundo… Incluso las fiestas de las discotecas hace tiempo que perdieron el toque ibicenco de antaño. Ahora mismo, hay una legión de empresarios y comerciantes venidos de todas partes y también locales, que se han puesto a ordeñar la isla a una velocidad endiablada, con la mirada enturbiada por la avaricia. Y nadie parece darse cuenta de que las ubres en algún momento se secarán.

La naturaleza siempre va por delante y lleva tiempo lanzando salvas de advertencia, que nosotros ignoramos como autómatas: plagas de serpientes a consecuencia de no vigilar los olivos que importamos para adornar jardines, invasiones de microalgas por no cuidar las playas que convierten el agua cristalina de antaño en un caldo espeso y que cada vez van a más…

En paralelo, ibicencos y residentes de toda la vida se desprenden de sus negocios, casas y tierras, ante ofertas que no pueden rechazar, provocando la expansión de una oferta turística sin personalidad local, que adquiere mayor protagonismo cada temporada que pasa.

Estoy convenido de que existe un punto de no retorno, una frontera invisible que, una vez sea traspasada, convertirá Eivissa en un destino turístico agotado y en decadencia, como ha sucedido en otros enclaves mediterráneos, como la Costa del Sol o la Costa Azul. Las serpientes son sólo una muesca más en la culata del revólver que apunta a nuestra supervivencia económica y ambiental, pero ya van muchas. Si no tomamos conciencia y actuamos, al final las serpientes se comerán a las lagartijas.

Artículo publicado en Diario de Ibiza