Imagina que conduces por una carretera de Eivissa. De pronto, observas una higuera a rebosar. Plantas el coche en mitad de la calzada, de cualquier manera, y te decides a disfrutar del ‘regalo’ que te ofrece la madre naturaleza y la labor del campesino. Cuando aún te estás relamiendo, aparece la Guardia Civil de tráfico. Te cierran el paso con su motocicleta, te piden los papeles y te anuncian una multa por estacionamiento indebido. No llevas la documentación encima, así que mientras el agente rellena el impreso, le dices que se haga un avioncito con tu copia de la denuncia o cualquier otra cosa que surja de su imaginación. Pones el motor en marcha, haces oídos sordos a las órdenes de alto, te llevas su moto por delante y sales de allí quemando neumáticos.

¿Qué crees que habría ocurrido? Persecución –corta, porque no eres Fitipaldi–, detención, esposas, calabozo y denuncia de cuidado. A medio plazo, abogados, fiscales, jueces… una tormenta legal de mil demonios. Por eso, aunque nos duela, los simples mortales recogemos el papelito y nos despedimos del señor agente con educación y docilidad. Sin embargo, si un político con poder, ante la misma situación, despliega su chulería frente a un montón de testigos, en una de las calles principales de Madrid, guante de seda. Jueces andando de puntillas para no pisar callos ajenos y políticos silentes ante la injusticia. Esos mismos que ahora nos piden el voto.

Luego contemplamos, atónitos, cómo asesinan a tiros a una poderosa política leonesa en plena calle. Con las primeras reacciones, resulta paradójico escuchar a sus compañeros subrayar el fuerte carácter de la fallecida, en lugar de referirse a su excepcional calidad humana, que es lo habitual en las defunciones. Seguidamente, sucesión de dimisiones en el partido contrario por declarar, ante la tragedia, que “quien siembra vientos recoge tempestades”. Eso sí, nadie acaba esposado como ese adolescente mental, que dice cosas peores en Twitter, con un lenguaje desprovisto de metáforas y el grado de inmadurez propio de su edad. Y entre medias, unos y otros reclamándonos el voto.

Llega el momento del gran debate y la fanfarria europea, con sus leyes, parlamentos y eurodiputados invisibles a razón de 8.000 euros al mes, y todo queda reducido al chascarrillo machista de un candidato incontinente, incapaz de evitar la tentación de retratarse a sí mismo. Ese mismo líder que afirma que nada podrá hacer desde su púlpito continental para ayudarnos a los pitiusos a olvidar las pesadillas petroleras.

Unas elecciones que concurren en un año insólito, en que toda Eivissa se ha unido para defender nuestra costa y nuestra economía. La misma pequeña sociedad que ahora contempla esta orgía de promesas que emanan de unas sedes nacionales, situadas a miles de kilómetros, donde la cuestión petrolera no importa un pimiento. Muy al contrario, unos ponen obstáculos y los otros callan ante la vergüenza de haber originado el problema. Y, al mismo tiempo, el tercer partido en discordia, el que estaba destinado a recoger el guante del hastío general, va y le tiende la mano al diablo de las prospecciones.

Quedan más opciones, pero abundan las excentricidades, las corrientes minoritarias y la rebeldía inocente, que pretende jugar a la política renegando de ella. En estas elecciones, por mucho que sintamos la necesidad de poner en valor nuestro voto, nos han abocado a la desilusión. Aún así, hay que vencer el desánimo e ir a votar. Es el único instrumento que tenemos para que se escuche nuestra voz.

Artículo publicado en el diario Última Hora Ibiza