Al marcharme de Eivissa para ir a la Universidad, comencé a relacionarme con estudiantes de múltiples lugares de procedencia, incluidos varios de Mallorca. De estos últimos, lo que más me llamó la atención fue que, pese a ser palmesanos de pura cepa y pronunciar con un acento tremendo, se comunicaban entre ellos en castellano. A mí me parecía un misterio insondable, puesto que yo, en su pellejo, me habría sentido un completo imbécil. En cuanto adquirí confianza, traté de averiguar el origen de este extraño hábito. Uno de ellos vino a decirme que, en la capital balear, la gente “bien” consideraba el mallorquín idioma de paletos y no se hablaba siquiera en la intimidad.

Imagino que esta costumbre no estaría muy extendida y se limitaría al núcleo autocalificado “pijo” de la isla. Sin embargo, cada vez que leo sobre el decreto ley del Tratamiento Integrado de Lenguas (TIL), impuesto por el Govern balear, me vienen a la memoria aquellos compañeros mallorquines y no puedo evitar la asociación con José Ramón Bauzá y su aura de cruzado con gomina.

El presidente se ha propuesto descatalanizar la educación balear, implantando de un día para otro un modelo trilingüe disparatado. No va acompañado de medios suficientes, docentes adecuadamente formados y una organización que garantice su éxito, al margen de si se comulga o no con esta filosofía educativa. Miles de ciudadanos se han echado a la calle, las jornadas de huelgas se han sucedido y nuestros escolares terminarán el curso sin haber adquirido una parte esencial de los conocimientos que les correspondían para este año lectivo.

La oposición, al mismo tiempo, celebra la admisión a trámite de su recurso contra el TIL por parte del Tribunal Constitucional. Esencialmente defiende que, en educación, no se puede legislar golpe de decretazo. Si el ritmo del Constitucional es el que nos tiene acostumbrados, la oposición tiene tiempo de ganar dos veces las elecciones y enterrar el TIL bajo una tonelada de hormigón armado, antes de que se dicte sentencia. Como tantos asuntos políticos que se judicializan, es muy probable que el recurso acabe siendo una monumental pérdida de tiempo y dinero del contribuyente. Otra consecuencia directa de la incapacidad de nuestros políticos para alcanzar acuerdos en las más elementales cuestiones.

Cuando la autonomía cambia de camiseta, el gobernante de turno remodela la educación a su antojo y provoca una reacción airada de la oposición que, a su vez, espera turno para alimentar de nuevo a la pescadilla que se muerde la cola. Es como un desesperante bucle sin solución, idéntico a esa pesadilla interminable del día de la marmota, que el actor Bill Murray revivía cada amanecer en la película ‘Atrapado en el tiempo’ (Harold Ramis, 1993).

Que las cuitas políticas las reserven para asuntos de otra índole, pero ya basta de jugar con el aprendizaje de nuestros hijos. Y lo mismo puede afirmarse del Urbanismo y otras cuestiones trascendentales, cuyo trasiego de cambios y ajustes eterniza su aprobación hasta la extenuación, mientras envejecemos sin encontrar respuesta a los problemas. El consenso entre las fuerzas políticas mayoritarias debería ser obligatorio para la aprobación de determinadas leyes. Sólo así evitaríamos esta sensación constante de déjà vu; de estar atrapados en el día de la marmota.

Artículo publicado en el diario Última Hora Ibiza